Necesitamos saber que nuestro cuerpo no acaba en la punta de nuestros dedos, en la curva cóncava o convexa de nuestra cintura, en las plantas de nuestros pies. Saber que hay más allá, o más bien una continuación de nuestra piel, que toma forma en otro poro, en otra yema.
No sólo notar el contacto, sino el calor, y es más, la cercanía. Estirar los brazos y tener la certeza de que no caminamos en el vacío, que nos rodea algo más que aire y materia inanimada.
Es fácil e incluso puedes llegar a acostumbrarte a la asepsia dérmica. Lo que no sabemos es que cuanto más largo es este período, con mayor intensidad vuelven a brotar los sentimientos cuando por fin tu cuerpo se extiende por la superficie de otro. Empezando por el contacto entre las palmas de las manos y terminando por la torsión de cuellos al unir los torsos. Ya sea sexual o fraternal, el vínculo no se completa hasta que el contacto traspasa lo visual, lo emocional. Cuando consigue invadir el tacto cerrando así el círculo.
Las palabras, las miradas, los olores, incluso las conexiones neuronales compartidas con otras personas, quedan en un circuito incompleto que no se contempla en su totalidad hasta que se consigue sellar con el tacto, el cual realimenta y reaviva la conexión no sólo con la otra persona, sino con la conciencia propia de que seguimos con vida.
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