Sólo un necio pretendería hacer infinito un instante. Es su escasez lo que intensifica la satisfacción de su recuerdo. Hacerlo perdurable en una línea de tiempo de sempiterna prolongación provocaría el tedio en los receptores del placer. Los sentidos se saturarían e ignorarían las sensaciones, convirtiendo a éstas en algo corriente, normal, incluso vulgar, un efecto que el cuerpo ya ni percibiría. Como un olor familiar que desde hace años hemos dejado de oler, como esa prenda ajustada que nuestro cuerpo, al final del día, ya identifica como parte de la dermis.
Un instante es un instante por su brevedad.
Fugaz, intenso, inesperado.
Un espacio de tiempo sólo prolongable en el recuerdo. Ampliable, eso sí, en una dimensión onírica. Un lugar donde la capacidad de los sentidos no se agota, donde el placer se vuelve etéreo, insaciable, a veces incluso inabarcable. Escenario donde las percepciones de un instante se extrapolan hasta la eternidad. Una localización en la que los actores sólo necesitan de un segundo de realidad para interpretar un estallido de sensaciones que vagarán de forma recurrente, perenne y tal vez creciente en la memoria. Retroalimentándose de su propio recuerdo, luchando por continuar cobijados en la memoria y no cruzar la línea para ser condenados al encierro del olvido.