Si todos fuéramos perfectos, la perfección no existiría. Pero cualquiera que se haya dado un paseo y haya entablado una conversación con un conocido, u observado la actitud de un transeúnte en la distancia, habrá podido comprobar que esa posibilidad debe quedar descartada.
Para llegar a esta conclusión, es imprescindible mantener ese contacto externo, -con más personas que con el reflejo de uno mismo en el espejo-, pues la auto-observación podría llevar a conclusiones equivocadas. Ya se sabe, un hecho aislado no confirma una teoría, quizá ni tan siquiera un centenar, pero con este segundo grupo se podría fundamentar con algo más de rigor, que no exactitud, lo que se quiera teorizar.
Llegados a este punto, se debería descarta por tanto el primer enunciado condicional del texto (si todos los fueran). Más que como una utopía, como una somera estupidez, pues entraría en juego el segundo enunciado (no existiría). O tal vez sí, pero no la buscaríamos, pues sería evidente que ya la tendríamos. De hecho, lo más probable es que ni fuéramos consciente de ella. Por tanto, en ese caso, seguir hablando sobre la existencia o no de la perfección sería un discurso vacío sobre un elemento ignorado.
Pero la buscamos. La humanidad en su conjunto no es perfecta y por tanto la perfección existe. Se concibe quizá como un ente que circunda nuestro imaginario colectivo, adoptando las más diversas formas en cada mente. Aunque tengamos un acercamiento tangencial a la idea de perfección, nadie parece conocerla cara a cara. O no de forma absoluta. La perfección son metas, objetivos, estados que imaginamos en nuestra mente como los más adecuados y anhelados. Etapas a las que nos asimos deseosos cuando las alcanzamos, pero a las que, una vez encumbramos, parecemos perder y ver desaparecer como fina arena que se cuela entre los dedos de las manos. Es entonces cuando comenzamos de nuevo el camino hacia otra etapa en la que vemos de soslayo a la perfección, dirigiéndonos con ímpetu de nuevo hacia ella. Emprendemos una hazaña entonces sempiterna (casi heroica) de la cual no recordamos el punto de partida, y cuyo final desconocemos, pues parece alejarse cuanto más creemos acercarnos a él.
De este modo, la perfección se materializa en forma de zanahoria enfrente de nuestras narices, pero lo suficientemente lejos de nuestras manos, mientras cuelga de un hilo que a su vez se ensarta en un palo que ignoramos llevar atado a la espalda. Jamás podremos tener conciencia de ese artilugio adosado, pero será el motivo por el que, gracias a nuestro hambre de perfección, sigamos en movimiento, en un círculo que nos provocará una continua e insaciable hambruna.