Las hormonas de la felicidad hacen que nos olvidemos de la economía. Cuando éstas rondan por nuestra cabeza y sus efectos se dejan notar en nuestro ánimo, el altruismo inunda nuestra existencia.
No hay costes, no hay kilómetros, no hay horas, no hay pérdidas. Cualquier esfuerzo por la persona de al lado se torna placer: da igual lo poco que se duerma con tal de compartir tiempo con ella; los kilómetros que haga falta recorrer; la de tiempo que inviertas escuchando sus historias; el dinero de aquel regalo perfecto.
Pero en cuanto la hormona deja de ser segregada, los conocimientos en economía parecen abalanzarse en masa contra nuestro raciocinio. Es entonces cuando empezamos a razonar y racionar el uso que hacemos de nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestra paciencia. A menores niveles de felicidad, cada acto se convierte en una inversión que parece no dar el rendimiento deseado.
Y la economía termina de hacer su gran aparición en escena cuando la felicidad se torna odio, decepción o traición. Cada inversión realizada, que parecía ya saldada y olvidada, vuelve a la mente cual cobrador para ser acoquinada. No se perdona un segundo, un metro, un céntimo. Queremos pasar la factura de nuestras inversiones, a pesar de que, en la mayoría de los casos, esa extensa factura que la felicidad antes escondía, jamás llegará a ser cobrada. Vemos cómo toda nuestra inversión se pierde, se esfuma, sin dejar si quiera una retribución aparente en el primer momento.
Pero precisamente cuando la economía está más presente, es el momento de hablar de verdad en términos económicos mirando más allá de nuestras inversiones. Fijarse en la economía de la otra persona. Ver, no ya lo que invirtió en nosotros para llegar a una meticulosa comparación, sino, tal vez, las ganancias que dejará de percibir. Es el momento preciso para preguntarse: ¿has obtenido pérdidas tú con la otra persona en el pasado, o será la otra persona quien empiece a partir de ahora a tener pérdidas con tu marcha?