Las grandes decepciones vienen precedidas de grandes expectativas.
La capacidad de idear, planificar, en definitiva de imanigar, cincela posibles resultados en base a las evidencias que va recolectando, conjugándolas a la vez con nuestras actuaciones para dar como resultado un futuro beta, hipotético, a la espera de su (deseada) refutación.
Una hipótesis para nada científica que retroalimenta esa hiperactiva imaginación, a la cual se van sumando nuevas visiones de un futuro aún más lejano, sin haber antes comprobado su veracidad.
Un ascenso acelerado hacia la positividad, el entusiasmo, el idealismo, que puede caer en picado en el momento menos pensado hacia la decepción, malestar y desasosiego.
Aunque no siempre ese ascenso se hace sobre humo, en ocasiones son grandes rocas (comprobada su dureza previamente) las que se han ido depositando en forma de escalera, para pasar un día a convertirse en polvo, lo que provoca que tu siguiente paso se precipite hacia el vacío.
Idealizado o no, tal vez el paso por los dos extremos de altitud sea causado por un equilibrio necesario que deba darse, compensando así fosos y escaleras, felicidad y desdichas.
Un recorrido de altibajos que tal vez, sólo por los ascensos, merezca más la pena que el tedio de la planicie insulsa, sirviendo de recordatorio de la altura para iniciar de nuevo el ascenso cuando nos toque estar en las profundidades, aunque hayan sido paradójicamente esos pisos de más, los que nos hagan ver más profundidad en el sótano.
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