viernes, 8 de octubre de 2010

Naturaleza muerta

Flores frescas, relucientes, recién cortadas, con las gotas de rocío aún adheridas a los pétalos monocromos que reflejan toda la luz que les llega del sol. Envueltas cuidadosamente en una capa de acetato traslúcido que impide que estén en contacto directo con una losa fría de mármol en la que hay cincelado un nombre y dos fechas.
A ellas les espera la misma fortuna de quien pace bajo esa plataforma. Naturaleza muerta maquillada de vida para maquillar una muerte que se intenta mantener viva a tres metros bajo el suelo. Más que viva, lo que se intenta es mantener reavivada, aunque tan sólo sea durante los minutos en los que el  mar resbala por las mejillas y los suspiros se pelean entre las brisas de aire. Una fracción de tiempo que se antoja infinita ante los restos, o la representación de los mismos, de lo que un día fue un ser humano animado por un torrente de vida. A veces ese torrente es arrebatado por una corriente más corpulenta, en otras, simplemente pierde la fuerza de su juventud. Pero la tragedia siempre se transforma en la misma estampa dantesca, almacenada junto a otras tantas tragedias ajenas e inmutables. Cánones establecidos sobre lo que hay que hacer, sobre lo que hay que sentir, sobre lo que hay que parecer (que no padecer) ante los demás. Primordial asistir a la visita pautada frente a la losa helada, adornarla con unas flores y sollozar ante el contraste de colores.
Pero ¿qué pasa cuando esos cánones te repugnan, cuando bajo esa losa para ti no hay más que tierra, cuando toda esa simbología no es más que un espectáculo siniestro?
No es que la profesión se lleve por dentro, es que la pasión cada uno la siente a su modo. 
Las canciones que, al escuchar las primeras notas, me provocan un nudo en la garganta recordándome a esa persona son el mejor epitafio que le podría escribir. Los recuerdos que se pasean a deshoras, sin previo aviso y de manera recurrente son los mejores instantes que podría dedicar a reavivar la memoria del que ya no está, así como las sonrisas que éstos provocan, son los mejores respetos que le podría presentar. Y las flores las entrego en vida, porque toda flor cortada, condenada al trágico final de la naturaleza muerta, debería posar en un regazo palpitante, entre unas manos llenas de vida, ante unos ojos llenos de ilusión por recibir tan acertado presente. 
Los esfuerzos inútiles que empleamos con los que no están, deberíamos utilizarlos en los que hoy sí que están, recordando el tiempo que no pudimos invertir en aquellos otros.

Todos aquellos ramos que otros pensaron que nunca usé para maquillar tu losa, son los momentos que empleé en llenar de rosas las vidas de otros, tras recordarte y reavivar tu memoria.

1 comentario:

  1. ¡Precioso texto ! Y llenito de razón. El teatro que acompaña a la muerte es inagotable. A mí me encantan las flores, al igual que las velas, por eso cuando quiero,cuando me da la gana y me lo pide el cuerpo, compro unas flores o enciendo una docena de velas que dan una bonita luz a mi salón y lo disfruto, lo saboreo y en algún momento he recordado a alguien a quien le gustaba eso mismo como a mi y que ya no está.
    Porque no me sale del cuerpo, porque no me nace ni me da la gana, nunca voy a la urbanización de los muertos, solo son actores que tratan de acallar las conciencias.
    Como me gusta lo que escribes
    Mil besos

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