"La experiencia es el nombre que ponemos a nuestros errores", afirmaba Oscar Wilde en El abanico de Lady Windermere. Aunque también decía que "llevamos dentro nuestro propio diablo, y hacemos del mundo nuestro propio infierno". Quizá sea porque llevamos un pequeño diablo, por lo que erramos y sea eso lo que nos haga estar a veces en nuestro propio infierno.
Sea como fuere, con diablo o sin él, lo cierto es que erramos.
Una forma biológica de evitar caer en la continua erradura (sin h) es el miedo. El miedo, esa reacción física y psicológica producida frente a un peligro. El ser humano aprende, no siempre, a no caer dos veces en la misma piedra. Aprendemos que el fuego quema, que los cuchillos cortan, que caerse duele. Y todo ello a base de la experimentación propia, ya que solemos desconfiar cuando una voz externa nos advierte de dichos peligros. Eso precisamente, experimentar el dolor en nuestra persona, es lo que hace que, por instinto de supervivencia, nuestra memoria fije esas experiencias como negativas, repulsivas, a evitar. El miedo que nos produce el dolor nos hace esquivar ciertos "peligros". Reaccionamos mediante estímulos externos, no muy diferentes a los planteados con animales de laboratorio, llegando a generar reacciones paulovnianas, que más que saliva, nos hacen producir una actitud de miedo y rechazo frente a ciertos estímulos.
Pero el dolor, no siempre es físico. Cuando esos agentes externos te duelen, pero te duelen de verdad, de ese dolor que no se alivia con analgésicos, el que no se extirpa con operaciones. Con ese dolor nuestro cuerpo no sólo se atemoriza, sino que genera defensas contra esas situaciones que han desencadenado tanto sufrimiento.
Unas defensas que serían de lo más eficientes para combatir cualquier virus. Pero sacamos estas vacunas al mercado antes de que terminen de pasar las pruebas clínicas, y es que en estudios posteriores se demuestra que los anticuerpos generados también destruyen momentos que podrían ser no sólo maravillosos para nuestra persona, sino que además serían altamente recomendables para nuestra salud mental.
El miedo nos hace generar defensas contra lo que un día nos hizo daño. O más de un día, da igual, lo importante es que fue en pasado y que, seguramente, los virus que pretendían atacar en ese pasado, serían diferentes a los futuros que vendrán, aunque a efectos finales esas defensas sean igual de efectivas.
Nos creamos ante los dolores de experiencias pasadas una coraza, unos anticuerpos más bien, porque a fin de cuentas, lo que consigues con ellos es eso, que los cuerpos no se acerquen, que la gente que podría cambiar tu vida se mantenga al margen. Antes de sopesar si estas personas nos van a hacer bien o no, soltamos los anticuerpos, porque hemos sufrido tanto que nos resignamos a conocer a la persona que esta vez sí podría cambiar nuestra vida, o no, simplemente que la trastocara en lo más mínimo.
Nos aferramos al miedo. Es lo más cómodo. A veces incontrolable. Pero el miedo no es sólo físico, sino psicológico, por lo que no deberíamos fiarnos en demasía y dejar actuar más a la razón, que aunque guiada por los sentimientos en ocasiones es quien mejor guía en ese terreno de lo indeterminado, de lo inexplicable e incluso de lo irracional, por paradójico que parezca.
Al final el miedo sólo te ciega. Será cuando nos libremos de él, cuando podremos ver la fotografía que se nos presenta de nuestro ahora y decidir si queremos zambullirnos en ella de lleno, aunque al final nos acabe doliendo hasta el alma, pues al fin y al cabo, el dolor, el pellizco, el escalofrío, es lo que nos hace estar vivos.