Miopes, hipermétropes, astigmáticos, con vista cansada -quién sabe si también aburrida- o con vista de lince, todos llevamos unas gafas puestas a través de las que percibimos el mundo. Mentales, entiéndase. Si no vaya encrucijada para los que llevan de por sí unas: por carencias oculares, molestia solar o moda.
El problema de que sean mentales, es que cambian con cada mínima modificación de nuestra forma de concebir el mundo, con cada nuevo dato, con cada nueva puerta que abrimos. Una graduación sutil pero escrupulosa que vamos readaptando para agudizar y maximizar las potencialidades de nuestras lentes. Únicas, irrepetibles y constantemente cambiantes.
Pensar que el de al lado está viendo con tu misma graduación no es iluso, es estúpido. Intentar ponerle tus gafas para que vea hasta donde alcanza tu vista, posible, pero costoso. No valdrá el mero hecho de comunicarle aquellas experiencias que te han hecho cambiar la graduación de tus lentes -que en el caso de hacerlo sólo se cambiaría de forma mínima-, pues cada uno manifiesta en sus lentes de una forma peculiar y genuina sus vivencias. A veces nos empeñamos casi en arrancarle las gafas a nuestro interlocutor y meternos en el laboratorio para graduarles nosotros mismos las lentes. Pero ¡calma! Por la fuerza ni la letra ni la graduación entran.
Si no comprendemos esta variedad de lentes, creeremos estar hablando continuamente con un miope sin gafas sobre cosas que acontecen en el horizonte. Sin entender cómo no ven lo que se muestra tan enfocado ante nuestros ojos.
Y ni qué decir ya sobre el modo en que las tintamos. Pero la forma en que la luz nos molesta, o cómo la interpretamos, ya es historia para otra entrada. Pues, en ocasiones, esa graduación escrupulosa nos hace ver determinadas parcelas de la vida con tanta nitidez que preferimos teñirlas de algún tono pastel para que nuestra mente no se sature -o se preocupe- ante lo que hay ahí fuera.
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