No conversamos, al igual que no escuchamos. Hablamos, oímos, pero no hay comunicación. Actuamos, desplegamos nuestras mejores artes en la escena, esperando a que la comunicación no verbal o los mensajes entre líneas lleguen a la mente de nuestro interlocutor cual luz reveladora.
No hay comunicación, pero cuando vemos este hecho constatado, al ver que la otra persona no ha captado ese mensaje encriptado, a veces casi telepático, nos frustramos y no nos explicamos el porqué de esa falta de comunicación, siendo tomada ésta, además, como una grave falta de atención por parte de los demás sobre nuestro discurso.
Nos dan miedo las palabras, nos dan miedo las reacciones provocadas, las réplicas indeseadas, la sinceridad entendida como atrevimiento, las malinterpretaciones. Pero ¿qué peor malinterpretación que aquella interpretación que ni siquiera llega?
Somos creyentes. Confiamos en que, a pesar del fatídico medio utilizado, el mensaje llegará. O, en un mayor acto de fe, que los deseos de ese mensaje serán complacidos por la otra persona sin haberle dado al botón de enviar.
Sabemos tan bien lo que queremos, conocemos tan bien lo que queremos de los demás que olvidamos que los otros aún no han podido acceder a esa información. De ahí que las comunicaciones fallen. Intentamos imprimir con tal fuerza esos deseos en nuestra frente que creemos imposible que el otro no pueda llegar a leerlos. Pensamos que los demás conocen información, o que peor aún, que aun conociéndola seguirán nuestros designios.
Falta comunicación. Mucha. Indudablemente. Pero seguimos en el intento de comunicar mediante mensajes hormonales, reacciones epidérmicas, ondas cerebrales, ... olvidando que nuestra capacidad para comunicarnos verbalmente hizo que el resto de nuestras formas expresivas se vieran mermadas, no a la hora de emitirlas, sino a la hora de traducirlas.
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